Por Rodrigo Almonacid*
Los números de las elecciones legislativas en la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires dicen mucho más de lo que parece a simple vista. La gran
noticia no está únicamente en quién ganó, sino en cuánta gente decidió
no participar. Con una participación del 53,35%, la capital del país
registró su piso histórico para este tipo de elecciones. En la ciudad que
concentra el corazón político, mediático y económico de la Argentina, la
mayoría del padrón optó por el silencio.
¿Es apatía? ¿Es desinterés? ¿Es un grito? Cualquiera de estas
interpretaciones merece atención, pero lo indiscutible es el dato: más
del 46% del electorado no se sintió convocado por ninguna de las
opciones, ni siquiera como expresión de disconformidad. Y este no es un
fenómeno aislado. La tendencia a la baja en la participación se viene
consolidando en todo el país desde hace años, con picos alarmantes en
los últimos procesos provinciales y municipales. La desafección
democrática ya no es una amenaza: es una realidad.
Los resultados reflejan una disputa fragmentada. La Libertad Avanza se
impuso con el 30,13% de los votos (Manuel Adorni), seguido por Unión
por la Patria con el 27,35% (Leandro Santoro) y una tercera fuerza del
PRO que cosechó tal solo un 15,92% con Silvia Lospennato, en su propia
casa. Pero ¿cuánto representan en realidad esos números? Adorni
obtuvo 495.069 votos en una ciudad con más de 1.6 millones de
electores habilitados. Es decir, se alzó con el triunfo contando con el
aval directo de menos de un tercio del padrón.
Este fenómeno debiera preocupar tanto a oficialistas como a opositores.
El gobierno nacional, que celebra este resultado como una victoria
política, debería mirar más allá del marketing de redes, está
administrando un país donde cada vez más personas se corren del
contrato democrático. Y la oposición, si pretende reconstruirse, necesita
empezar por una autocrítica profunda. En ambos casos, el desafío no es
conquistar electores sino reconstruir ciudadanía, camino difícil si lo hay.
Desde lo que llaman “el interior” del país, donde también atravesamos
nuestros propios debates institucionales, miramos con preocupación lo
que ocurre en la CABA. No por interés localista, en una discusión que se
nacionalizó, sino porque sabemos que las señales que emite la capital
muchas veces anticipan tendencias nacionales. La participación electoral
es mucho más que un trámite: es la expresión viva del vínculo entre la
sociedad y sus instituciones. Cuando ese vínculo se erosiona, lo que está
en juego es el fundamento mismo de la democracia.
La legitimidad democrática no se sostiene sólo con legalidad ni con
mayorías circunstanciales. Necesita ciudadanos que crean, que
participen, que se involucren. La política, mientras tanto, parece
responder con superficialidad, cálculos de corto plazo y discursos que
cada vez interpelan a menos gente.
Es hora de discutir reformas estructurales: desde incentivos reales al
voto hasta una revisión del calendario electoral fragmentado que agota
al electorado. Pero más urgente aún es recuperar el sentido de
comunidad política. Porque si la gente se va de la política, no es siempre
por apatía. A veces es por hartazgo. Y eso sí debería preocuparnos a
todos.
*Rodrigo Almonacid es miembro del espacio de incidencia política y
articulación federal Vuelta de Rosca