Por Mgter. Luis A. Castelli*
La discusión sobre la salmonicultura en Tierra del Fuego trasciende lo técnico y lo ambiental: es un campo de batalla emocional, político y económico. Una encuesta de Vox Populi muestra inicialmente un rechazo mayoritario, aunque con matices cuando se ofrece la opción de limitar la actividad fuera del Canal Beagle. Entre consignas contundentes y percepciones de desconfianza, el debate se polariza y amenaza con obturar las alternativas necesarias para una decisión informada.
La salmonicultura apareció en la agenda de Tierra del Fuego a fines de la década de 2010, cuando comenzaron los estudios de factibilidad para instalar criaderos en el Canal Beagle. La iniciativa, impulsada por autoridades provinciales, despertó de inmediato una fuerte reacción de organizaciones ambientales, científicos y referentes del turismo, que advirtieron sobre los riesgos de replicar el modelo chileno, asociado a contaminación, uso intensivo de antibióticos y pérdida de biodiversidad.
La presión derivó en un hecho inédito: en 2021 la Legislatura de Tierra del Fuego sancionó una ley que prohibió expresamente la salmonicultura en aguas de la provincia, convirtiendo a la jurisdicción en la primera del mundo en legislar en ese sentido.
Sin embargo, el tema volvió al centro del debate en los últimos meses, a partir de proyectos legislativos que buscan revisar aquella prohibición total y abrir la puerta a modalidades alternativas de cultivo, con argumentos vinculados a la diversificación productiva y la generación de empleo. Este intento de reversión encendió nuevamente la discusión pública y reinstaló la tensión entre las consignas de rechazo absoluto —con el lema “No salmoneras” como estandarte— y quienes proponen explorar variantes reguladas o en tierra firme.
Percepciones, encuestas y tensiones locales
Un estudio reciente que realizamos desde Vox Populi ofrece una fotografía actual de las percepciones sociales alrededor de un tema que ha sido objeto de debate, incluso nacional, en los últimos años: la producción a escala de salmones en aguas fueguinas.
La encuesta fue realizada entre el 12 y el 14 de agosto pasado, sobre una muestra provincial de 924 casos.
En una pregunta inicial, presentada como una opción binaria, el 55,1 % de los consultados se manifestó en contra de permitir la salmonicultura en las costas marítimas de la provincia, frente a un 23,2 % a favor y un 21,7 % que respondió “no sabe”.
Sin embargo, cuando se introdujo una segunda formulación más matizada —contemplando la opción “sí, excepto en las costas del Canal Beagle”—, las respuestas cambiaron de manera significativa. El rechazo absoluto descendió al 41,1 %, y el apoyo, irrestricto o matizado, subió al 42,6 %. El “no sabe” se redujo al 16,3 %.
Estos resultados confirman que la forma en que se plantea la discusión condiciona fuertemente las respuestas. Cuando se ofrece un esquema binario, prevalece la negativa. Pero al habilitar opciones intermedias, surge un espacio de deliberación más amplio, donde una parte importante de la ciudadanía está dispuesta a considerar excepciones o marcos regulatorios específicos.
Si bien la experiencia chilena sirve de espejo por su cercanía geográfica, la encuesta en Tierra del Fuego revela que también en la provincia el debate se encuentra tensionado entre la desconfianza de fondo (hacia la actividad en si y hacia la eficacia del control del Estado sobre la misma) y la apertura a matices, como si no existieran otros ejemplos, más allá del chileno, para analizar y estudiar.
Este trasfondo de desconfianza se entrelaza con un fenómeno más amplio: la polarización afectiva. El debate deja de ser un intercambio técnico sobre impactos y beneficios para convertirse en una pulseada identitaria. Quienes se oponen suelen ser etiquetados como “ambientalistas extremos que frenan el progreso”, mientras que quienes defienden la instalación son señalados como “cómplices de un negocio depredador” (evito señalar expresiones con descalificaciones e insultos, que las hay y muchas de ambos lados).
En este clima, los argumentos pierden peso frente a las emociones y pertenencias grupales. La posibilidad de discutir alternativas —como sistemas cerrados de acuicultura, recirculación de agua o regulaciones estrictas— se reduce, y el intercambio público y político se polariza entre un “sí” y un “no” absolutos.
El poder de las consignas cumple aquí un rol central. El lema “NO SALMONERAS”, movilizó de forma importante y sintetiza un rechazo transversal. Pero su potencia es también obturadora: al cristalizar la discusión en una negativa absoluta, limita el espacio para la deliberación y dificulta el reconocimiento de matices como los que revela la encuesta.
En la provincia conviven posturas diversas. Hay sectores que aceptarían estudiar modalidades de producción más sostenibles y controladas, mientras que otros consideran que cualquier forma de salmonicultura representa un riesgo inaceptable para el ecosistema. Pero incluso entre especialistas, las conclusiones difieren respecto a la viabilidad ambiental de estas alternativas.
El debate legislativo reciente, marcado por acusaciones de falta de transparencia en su tratamiento, profundizó la desconfianza y reforzó la percepción de que el tema se maneja en circuitos cerrados, lejos de un diálogo ciudadano abierto e informado.
Democracia “emocional”
La polarización afectiva erosiona la capacidad de construir consensos. Cuando las posiciones se definen más por el rechazo al otro que por la evaluación objetiva de datos, se pierde la oportunidad de generar soluciones híbridas: auditorías ambientales independientes, participación comunitaria real, mecanismos de reversibilidad de proyectos o experiencias piloto bajo estricto control.
En este contexto, el mayor desafío no es solo decidir si habrá o no salmoneras, sino diseñar un proceso de deliberación que reconozca y gestione las emociones involucradas: el temor a un daño ambiental irreparable, la aspiración a diversificar la economía y el orgullo de proteger un patrimonio natural único.
Si el diálogo continúa atrapado en lógicas binarias, el resultado será la perpetuación de un conflicto identitario donde nadie cede. Superar la polarización afectiva no significa ignorar las diferencias, sino encontrar un terreno común donde los datos, las identidades y las emociones puedan convivir para decidir con más información y menos prejuicio.
*El autor es Lic. en Ciencia Política, Magister en Desarrollo Económico. Dirige la consultora Vox Populi desde 2003.