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Río Grande
31 de julio de 2025

El futuro ausente

Durante siglos, las sociedades humanas convivieron con una noción del tiempo profundamente distinta a la que hoy predomina. El futuro no era una amenaza ni un terreno incierto: era una tarea, una dirección, una construcción, una meta. Las decisiones se inscribían en proyectos que trascendían la biografía individual. Las catedrales exigían siglos de trabajo paciente. Se construía con la certeza de que la obra superaría al arquitecto, al artesano, al obrero. Los imperios tardaban generaciones en consolidarse. El futuro era una categoría de la esperanza, un horizonte abierto que organizaba las expectativas colectivas.

Ese horizonte, sin embargo, se ha desdibujado. Vivimos en un tiempo marcado por la aceleración y la saturación del presente. Este fenómeno de aceleración social, comprime en el presente inagotable y a la vez agotador los ritmos de vida, los procesos tecnológicos y las expectativas sociales. Todo se vuelve inmediato, efímero, urgente. En ese marco, también la política se reconfigura como una lógica de supervivencia institucional, como un flujo fragmentado de imágenes, tendencias y datos sin dirección.

Administrar el presente, no decidir

La noción de futuro pierde densidad. No desaparece por completo, pero deja de ser pensada como un espacio de construcción deliberada. Lo que se impone es una administración de la incertidumbre, una adaptación constante al cambio, muchas veces sin marco de interpretación ni posibilidad de agenda real. Marc Augé en Qué pasó con la confianza en el futuro, señala que “asistimos a una crisis de proyección”, en donde la sociedad se muestra incapaz de narrar lo que vendrá, atrapada en un presente continuo donde solo queda desplazarse, no decidir.

Este desplazamiento está íntimamente vinculado con la lógica de las plataformas digitales y la hiperconectividad. La distinción entre lo real y lo virtual se vuelve irrelevante. Ambos mundos se superponen y se alimentan mutuamente, conformando un espacio híbrido de experiencias inmediatas pero sin profundidad temporal. Lo que importa no es el significado, sino la visibilidad; no el proyecto, sino la performance. El compromiso es reemplazado por la emocionalidad instantánea y la política por la gestión, en el mejor de los casos.

Sin embargo, incluso en escenarios dominados por el caos aparente, persisten estructuras y los nuevos tiempos nos exigen otra vez cambio y adaptación. El orden no ha desaparecido, pero requiere una nueva sensibilidad para ser reconocido.

Recuperar el tiempo para pensar lo colectivo

Esa sensibilidad exige tiempo. No solo en términos cronológicos, sino simbólicos. Necesitamos recuperar el tiempo largo como una herramienta de interpretación, como una forma de resistencia ante la compulsión del instante. Edgar Morin propone un “pensamiento complejo” capaz de conectar dimensiones múltiples, de leer lo social desde sus vínculos, contradicciones y memorias. Volver a pensar el futuro implica justamente eso: salir del marco estrecho del ahora y abrirnos a lo inacabado, lo incierto, lo colectivo.

No se trata de nostalgia. Tampoco de idealizar las antiguas certezas. Se trata de advertir que sin porvenir, el presente se vuelve una repetición sin sentido, y la vida social, una mera gestión de la sobrevivencia. La ausencia del futuro como proyecto común erosiona los vínculos, disuelve la responsabilidad intergeneracional y debilita la idea misma de comunidad.

Pensar el futuro, hoy, no es una ingenuidad. Es una necesidad ética y política. Es volver a preguntarnos qué mundo queremos dejar, incluso si no lo veremos terminado, sabiendo que algunas cosas valen la pena aunque no sean para uno mismo.

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