Por Alejandro Winograd, biólogo (alewinograd@gmail.com)
El cabo San Pío es uno de los dos accidentes geográficos –el otro es la punta Orejas, identificable por la presencia de un promontorio que, visto desde lejos, parece el minarete de una mezquita- que señala el límite entre el mar Austral y el canal Beagle. Está ubicado a unos 120 km al oeste de Ushuaia, y en los atlas y manuales de geografía clásicos, se lo señala como el sitio más austral del territorio continental argentino[1]. Y, sea por estas circunstancias o, más prosaicamente, porque así lo requería la seguridad de los navegantes, es el sitio en el que se encuentra uno de los hitos geográficos e históricos menos conocidos de Tierra del Fuego: el Faro Cabo San Pío.
Se trata de una construcción modesta; una torre ligeramente curvilínea de ocho metros de altura cuya silueta recuerda, en algo, a los palos borrachos. Y el conjunto -la torre, el balcón, la vidriera y la cúpula- tienen un aspecto tan característico y tan evocativo que bien podría servir como modelo para la cubierta de un libro infantil de “Cuentos de faros y fareros”. La obra fue construida en marzo de 1919, y de aquí a unas pocas semanas, el 22 de marzo de 2019, se cumplirán cien años desde el día en que, para utilizar el lenguaje que utilizan los hombres de mar, el faro fue librado a servicio.
El cabo y el faro son de difícil acceso. La ruta más próxima (Ruta complementaria J o, en la nueva nomenclatura, Ruta Provincial Nro. 30) termina en el apostadero Moat de la Prefectura Naval Argentina. Desde allí, es necesario recorrer unos 20 o 25 km a lo largo de una serie de playas, bosques y turbales que, todavía hoy, plantean un desafío de cierta envergadura. También es complejo el acceso por vía marítima; las costas del cabo y sus inmediaciones están caracterizadas por la presencia de acantilados abruptos y de cierta altura, y el sitio reparado más próximo (una playa de cantos rodados de unos pocos cientos de metros de extensión) está situado varios kilómetros al oeste. Tal vez sea por eso –o, tal vez, a pesar de eso- que el Gobierno de Tierra del Fuego ha determinado que sea allí, en donde termine la ruta escénica y turística que servirá de columna vertebral al futuro “corredor del Beagle”. No caben dudas de que, una vez que esa ruta esté construida, el cabo seguirá siendo el cabo y el faro seguirá siendo él mismo. Pero algo de lo que los convierte en únicos (el aislamiento, la dificultad de acceso o, quizás, el mero hecho de que casi no reciben visitantes) habrá desaparecido.
Una luz en medio de la oscuridad
Tuve ocasión de visitar el faro en noviembre de 2018. Estábamos rodando una película documental acerca de Harberton, Natalie Goodall y, si se quiere, de todos los cambios que se produjeron en Tierra del Fuego en el curso de las últimas décadas. Digo esto porque es bien posible que haya sido ese mismo espíritu -el de los cambios y, si se quiere, de las cosas que existían y dejan de existir- el que gobernó aquella visita. Porque el faro es, como se dijo, una construcción emblemática y está emplazado en un sitio especialmente significativo. Pero, cuando uno se encuentra frente a él, no lo parece. Las dificultades y restricciones logísticas y, sobre todo, el rigor de la intemperie fueguina, lo han deteriorado sensiblemente. Sin embargo, a pesar de la puerta derruida, la pintura descascarada y el óxido que cubre las partes de metal mantiene buena parte de su gracia y de su elegancia. Y, lo que es todavía más importante, funciona.
Alguna vez leí que “…los faros esperan, aunque nadie los busque y acuden en auxilio cuando nadie los llama. Y nunca, ni una sola vez, piden algo a cambio.” Y se me ocurre que, justamente porque no piden nada, lo que corresponde es ofrecérselo. Durante los últimos meses, un grupo de personas -casi todos ellos, residentes en Tierra del Fuego- comenzó a planificar una campaña orientada a visitar el faro y compartir con él su centésimo aniversario. Es posible que, en otros sitios de la Argentina, un programa de este tipo hubiera sido visto como una excentricidad. Pero la comunidad de Tierra del Fuego ha dado numerosas pruebas de la manera en que valora las singularidades y los atributos de la tierra en que vive y, muy especialmente, los tesoros que guardan los sectores más aislados de la misma. De hecho, el programa recibió la solidaridad y, en muchos casos, el apoyo activo de empresarios, comerciantes y profesionales de Ushuaia y Río Grande.
El fin más inmediato de esta pequeña -muy pequeña- aventura es limpiar y pintar el faro, de manera tal que pueda celebrar sus cien años de servicio con la dignidad que corresponde. Y, aunque dicho así parece simple, todos los que hemos vivido y trabajado en Tierra del Fuego sabemos que, cuando se trata de llevar adelante una tarea en las áreas silvestres, es muy posible -más bien, inevitable- que uno se encuentre con dificultades que no había previsto: la lluvia, el viento, las condiciones del terreno o del mar, la nieve aún en un mes en el que su ocurrencia es poco frecuente, y muchas más. Y que ningún plan, ni uno tan modesto como éste ni el más rico y ambicioso, tiene el éxito garantizado. Pero también hemos aprendido que eso no importa; que el verdadero objetivo de lo que hacemos es intentarlo. Y que aquello que en otros sitios podría ser visto como un fracaso, acá es un aprendizaje y una invitación para volver a intentarlo. De hecho, tengo la impresión de que ese es uno de los mensajes más importante que transmite la luz del faro: por más lejos que esté y por más difícil que parezca, hay que intentarlo una vez más; hay que intentarlo siempre.
[1]Un estudio llevado adelante por la Dirección de Catastro de Tierra del Fuego pone en duda esa condición y señala a la Punta Falsa – situada unos cuatro kilómetros hacia el este y un par de centenares de metros más al sur que el cabo- como el sitio al que le corresponde, en verdad, ese título. Se trata de un tipo de controversia que fue común entre los maestros cartógrafos de los siglos XVIII y XIX. Pero ahora, en una era de artilugios electrónicos y mediciones micrométricas, la idea de que no sabemos con exactitud cuál es el límite de nuestro país resulta inquietante, pero, justo es decirlo, también atractiva.