Por Luis A. Castelli
Cuando se instala la idea de que nada puede cambiar, la sociedad se repliega en la resignación. El desafío es animarse a resistir la irreversibilidad y reconstruir el compromiso común.
Hace unas semanas, publiqué aquí una reflexión acerca de la idea del futuro ausente, esa sensación de vacío temporal, en la que la política ya no logra proyectar horizontes posibles. Pero a la falta de futuro se le suma hoy otro problema, igual de corrosivo: el fatalismo. Ese convencimiento de que las cosas son como son, que nada puede cambiar, y que cualquier esfuerzo es inútil frente a una realidad inamovible.
El fatalismo se disfraza de realismo. Aparece en frases repetidas que escuchamos a diario: “Esto siempre fue así”, “Todos son iguales”, “Nadie lo puede cambiar”. Se presenta como la voz de la experiencia, como la lucidez de quien no se deja engañar. Sin embargo, detrás de ese tono de certeza hay una trampa: el fatalismo no ilumina, paraliza. No invita a pensar en soluciones, sino a rendirse antes de empezar.
En política, el fatalismo es funcional al statu quo.
Si nada se puede modificar, entonces los poderosos se perpetúan sin resistencia y los ciudadanos se refugian en la indiferencia. La irreversibilidad de los problemas —económicos, sociales, institucionales— se transforma en excusa perfecta para la desmovilización. La política se reduce a una mala costumbre que hay que tolerar, no a una práctica transformadora.
Sus consecuencias sociales son oscuras: desconfianza, cinismo, repliegue. El otro deja de ser un aliado posible y pasa a ser un competidor en la carrera por sobrevivir. Se debilita el tejido comunitario y se vacía el espacio público. Participar, organizarse o comprometerse con lo cívico deja de ser visto como un gesto de responsabilidad y se percibe como un acto ingenuo, en el mejor de los casos, o movido por intereses personales o espurios. En esa lógica, cada cual se encierra en su metro cuadrado, convencido de que nadie más hará lo correcto.
El fatalismo es más relato que realidad.
La historia demuestra que nada es irreversible, que los procesos sociales están hechos de avances y retrocesos, de momentos de quiebre y de aperturas inesperadas. Ernst Bloch hablaba del “principio esperanza”: esa capacidad humana de imaginar futuros alternativos incluso en contextos de crisis. No se trata de esperar grandes utopías inmediatas, sino de recuperar las pequeñas experiencias que muestran que el cambio es posible y que la voluntad colectiva tiene efectos concretos.
Siempre me gusta volver al gran Jaime Lerner: “si se proyecta la tragedia, se va a encontrar. Pero si se invierte la energía en cambiar tendencias, pueden realizarse cambios”. Contra la manipulación de lo negativo, su mirada rescata la potencia de la estrategia y la corresponsabilidad para activar transformaciones incluso en escenarios adversos.
Romper con el fatalismo es, en definitiva, un acto político. Implica resistirse a la idea de que lo inevitable gobierna nuestras vidas. Implica recuperar la convicción de que, aunque los obstáculos sean enormes, el compromiso colectivo sigue siendo la única herramienta para transformarlos.